Quién soy

En un mundo imperfecto, yo no soy la excepción

miércoles, 17 de julio de 2013

Cruzando los dedos

Hasta ahora no creía en el gafe. Alguna vez que otra atravesaba una temporada de mala suerte, pero eso es normal ¿no?

Y digo hasta ahora porque desde hace unos días…

Gafe uno: Una de las preciosas copas que compré para celebrar la llegada del 2013 en mi nueva casa se rompió. No solo la copa estalló sino que sus cristales cortaron mi mano derecha por dos sitios.

Gafe dos: Sábado por la noche, el encendedor de cocina (comprado en abril) decide no funcionar. Los domingos por la mañana instalo mi catering de tupermadre. No fumo, por tanto no hay encendedores en casa y poco previsora no tengo fósforos. Madrugo (¡¡¡¡ y es domingo  !!!!) en busca y captura de fuego para mi hogar. Lo consigo y enciendo una vela para mantener viva la llama (prehistórica y aromática).

Gafe tres: Como poca gente viene a casa no sé cuánto tiempo lleva el telefonillo de la puerta roto. ¿Os imagináis que esa visita maravillosa e inesperada haya desistido de hablar conmigo tras pulsar un timbre que no responde?

Gafe cuatro: Vaso roto, bandeja con comida por los suelos, paredes convertidas en muestra culinaria. Sin daños físicos.

Gafe cinco: Viaje a Murcia con amigos. Café en centro comercial, de golpe una embestida por la espalda. Un cuerno (de peluche). El astado de nueva condomina por suerte era un armazón motorizado con forma de toro que no produjo en mi persona herida alguna y sí algunas risas. Si la montaña fue a Mahoma, los sanfermines vinieron a mí.

Gafe seis: Entrada anterior del blog: Atrapada en casa.

Gafe siete: Mismo día. Tras el rescate, procedo a ejercer de madre cocinera. Me agacho buscando filetes de merluza en el congelador. Crackssssssssssss. Contractura. Calmantes. Madrugada isomne. Fisio. Agujetas.

Gafe ocho: Tras visitar a la fisio y, a pesar de las agujetas, vuelvo a la cocina; tengo un hijo que alimentar. Abro el armario y… un bote de tomate aterriza con sus 500 gramos de peso en el dedo gordo del pie. Vi todas las constelaciones que podáis imaginar y, probablemente,  alguna más.

Gafe nueve: Cojeando, y con agujetas (obra y gracia de la fisio), me instalo en el trabajo. El programa de gestión no va. Me duele el pie. Cuando intento localizar un podólogo a ver qué hay bajo la uña, sospechosamente cambiante de color rojo a sombrío negro, descubro que mi móvil ha enmudecido impidiendo que me comunique con el mundo.

Pero de todos mis gafes, el que más me duele es el diez. Tengo una amiga que, últimamente, a cada uno de mis absurdos actos o comentarios respondía empatizadora “yo también”. Anoche (aún tenía móvil en activo), cuando le contaba mis penas por whatsapp le comenté “Ahora no dices yo también, malvada”. Sorpresa… Lo curioso es que la amistad es tan solidaria que… (transcribo conversación):

Ella:
Hoy llevo un día…
Empece
Tirando las btagaa al wc
Esta mañana
Bragas
                                                                                              Yo:
                                                                                              Jajaja

He quemado la comida y la cena                    

                                                                                              Jajajaja
                                                                                             
Y he roto dos agujas de la máquina de coser
                                                                                              Jajajaja
                                                                                 
Una de ellas me ha saltado cerca del ojo
Cerca  
                                                                                              Joder

Yo también
Jajajaja
                                                                                              Jajajaja

Mañana será mejor
Cruzo los dedos

                                                                                              Y yo
                                                                                              Oye lo de las bragas
                                                                                              Cuéntame


Me lo contó. Y cuando le comenté mi particular versión de la tomatina de Buñol, aludiendo a lo injusto del ataque tomatil, puesto que urbanita como soy jamás he arrancado a uno de la mata como dice la copla, ella recordó que en mi trabajo hay una hermosa torre. No tuvo que añadir más, pues me asumo con algo de cabra loca y no me costó visualizarme arrojada al vacío.

Seré gafe pero no agorera. Cierto que la uña negrea, y posiblemente mañana el podólogo me la arranque coreado por mis juramentos en arameo (en circunstancias extremas me descubro políglota). Pero si la deja vivir, transformaré mis uñas pasión carmesí en  un gótico black solidario para acompañarla. En cuanto a mí, sin hacer puenting ni cosas de esas, seguiré practicando el riesgo de vivir en modo Angeling,  usando Chance Tendre (¿tendré idem?),  mientras busco una pata de conejo, una herradura, un trébol de cuatro hojas, un mirlo blanco y un unicornio azul. 









domingo, 14 de julio de 2013

Atrapada



Estoy atrapada. No es ninguna broma. Es imposible salir de casa: la moderna cerradura se niega a funcionar como es debido y aquí estoy, con sudores claustrofóbicos, en esta mañana de caluroso verano.

Realmente salir hoy o no me preocupa poco, lo que me altera es la impotencia. Domingo de julio, todas las personas a las que podría llamar pidiendo ayuda están en la playa, en el campo o de vacaciones. En estos momentos tomo conciencia de mi absoluta soledad en este lugar. No tengo un familiar cerca al que llamar. El único que comparte censo  y techo conmigo aún duerme la fiesta de anoche con la felicidad de los veinte años y la tranquilidad de los exámenes hechos.

Podría ser peor. Tenemos agua, alimentos, libros, televisión, la play (él)… y como es domingo (santo día de descanso) no hay que ir a trabajar (yo). Sin embargo la sensación de impotencia le pone la zancadilla a la razón, me invade la desolación y una tristeza ambigua penetra en los poros del alma.

Domingo. Verano. Encierro. ¡Es tan familiar sentirse al margen una vez más que debería darme igual! Pero la perdida de libertad (aunque sea transitoria) muerde y me aúlla feroz el corazón acelerado.


¡¡¡¡ QUE ALGUIEN ME SAQUE DE AQUÍ  !!!!






NOTA: Soy una Marinervios además de Maripupas. No había pasado ni una hora cuando Las Rescatadoras Myriam y Mini (y eso que es pequeñita y no un san bernardo), estaban bajo el balcón cual romeas esperando las llaves. Desbloqueo de cerradura (en esta casa se bloquea todo últimamente) y libertad celebrada con café sabor a chocolate (ya hay cápsulas de esas y, por supuesto, Marichocolatera compró).
Gracias.



martes, 9 de julio de 2013

Crónicas murcianas


Dicen los meteorólogos que estos últimos días hemos alcanzado algunas de las más altas temperaturas de los últimos años. Se sabe que Murcia es una de las ciudades españolas con veranos más achicharrantes. El sentido común aconseja evitar salir en la franja horaria de mediodía.

¿Hace falta que os cuente quién ha ido a Murcia dos veces en los últimos tres días? ¿Habéis adivinado por que lugar mi cuerpo caminó, entre resoplidos y sudaeras, en las horas fatales?

Lo cierto es que podría no haber visitado la ciudad panochera. Mis viajes no eran cuestión de vida o muerte (en todo caso de la mía), y sí perfectamente aplazables. Pero… el gen absurdo que domina mi ADN se impuso y allí estaba yo en Murciaquéhermosaeres, recordando que olvidé (¿a qué parece la estrofa de un bolero?) coger un abanico. Lo que sí hice en mis dos locas expediciones al vestíbulo del infierno (¿sabíais que en Murcia hay un pueblo llamado Infiernos y otro denominado Purgatorio?), fue usar el kit de Murcia-verano. Dicho kit, estudiado a lo largo de varios calurosos estíos, consiste en usar vestido fresco (da igual si se transparenta algo, el sol provoca más que un cuerpo 10), sandalias con poco tacón (sí, habéis leído bien, con poco tacón para caminar con rapidez por la versión asfalto del desierto de Gobi), y un bolso con toallitas y perfume (el eau de mofett estimula negativamente la pituitaria).

Leyendo lo anterior no creo que nadie ose dudar de mi organización preventiva. Iba preparada para  pasar calor y  lo asumía. Pero, si yo soy un ente absurdo, la meteorología se lleva la medalla de oro, y me obsequió con un nublado de media tarde, que culminó en impertinentes gotas de una lluvia que no llegó a eclipsar el calor (entre nosotros, la lluvia caía con poco entusiasmo, como por cumplir ná más).

Y regresé a este lugar del planeta donde me gano el pan y el chocolate, descubriendo que el autentico campeón del absurdo era el conductor del autobús. Sentada y aterida, lamenté no haber llevado las pieles de Ana Karenina o, al menos, una chaqueta. Yo, que soy de Albacete y de frío entiendo, esta tarde viajé durante casi una hora en el tiempo, y debí llegar con temperatura bajo cero al 28 de diciembre, día de los inocentes (el aire acondicionado puede regularse lo sé). O eso, o el conductor es un psicópata, futuro asesino en serie que planea matar a cuantos cometan el atrevimiento de subir al icebus que maneja.






domingo, 7 de julio de 2013

Los informáticos las prefieren rubias

Con el paso del tiempo uno asume ciertas cosas. Yo, entre otras, acepto que nunca tendré el físico de una miss y que difícilmente me entenderé con determinadas máquinas. Y digo “determinadas” porque con las máquinas marujas sí me comunico bien. Cuido la lavadora con su antical, la perfumo con suavizante (además le varío los aromas para que no se aburra), le compro detergentes de marca, separo las prendas a lavar… Tampoco me llevo mal con la secadora, el lavavajillas o el microondas. Pero, comprendedme, la máquina que, apretando un botón, logra mantener limpios a mis hijos y a mi persona, esa es mi favorita.

Otras máquinas, en cambio, se me resisten. Y las peores, sin duda alguna, son los ordenadores. Ese conjunto de cables, microchips, transistores, placas… y los demonios que llevan dentro… Todo eso, me odia y no lo oculta.

Una mujer de letras, como yo, podría haber pasado de puntillas en otra época, armada con una pluma de ganso o ave similar, un cuaderno donde plasmar sus desvaríos y libros a su alcance. Pero en el siglo XXI la tecnología te asedia sí o sí. Ya sucumbí al teléfono táctil y me habitué (¡y cómo!) al WhatsApp, envío mails, una vez compré  un libro en Amazon, e incluso el año pasado logré reservar hotel con Trivago.

Es cierto que, a menudo, tengo que llamar al servicio de informática de mi lugar de trabajo. Pero me digo que no seré la única ya que para eso está, o que el problema no soy yo (frase mítica que tiene múltiples usos) sino mal funcionamiento de intranet. A las pruebas me remito: en mi casa aún está en activo este ordenador del siglo pasado (catorce años tiene el pobrecillo y aún aguanta).

Reconfortada por estos pensamientos y animada por la idea de tener miles de libros a mi disposición, sin problemas de espacio y con el aliciente de reducir mis gastos de compradora compulsiva libresca, hace una semana decidí adquirir un libro electrónico.

Consciente de mis carencias, pedí ayuda a un amigo que, amablemente, comparó terminales y precios, y así volví a casa con un tesoro de más de 9000 libros en su interior. Es verdad que el lunes cuando presumía de él ante mis compañeros de trabajo, lo bloqueé, y también es cierto que intentado bajar unos archivos logré abrir 28 ventanas de Internet Explorer. Pero… me las apaño pidiendo ayuda en plan  damisela en apuros,  porque he descubierto que los informáticos las prefieren rubias y, ante un ordenador, para rubia platino yo.